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Shakespeare

Shakespeare

Julio López Díaz 8 Ene 2020

Estas navidades ha caído en mis manos un libro de esos que te dejan impactado y gastando mina de lápiz, subrayando casi cada párrafo. Su autor es el profesor de Harvard Stephen Greenblatt. El título es El tirano, Shakespeare y la política. En el papelillo que “ataba” el libro, la frase “El único libro que sabemos que Angela Merkel ha leído seguro este verano”. A pesar de dicha horrible coletilla, el hecho de ser el mismo autor que el excelente Ascenso y caída de Adán y Eva, me llamó la atención. Les hago un pequeño resumen.

Shakespeare escribía con “ángulos oblicuos”. Presentaba sus obras en épocas pretéritas o en países lejanos para huir de posibles represalias de los que mandan, como les había sucedido a sus coetáneos Ben Johnson o Marlowe. Lo más llamativo es que parece sumamente actual a pesar de los cuatro siglos transcurridos. Quizá, como decimos de los mercados, las cosas cambian, la tecnología avanza, pero el ser humano no lo hace, comportándose igual desde que el hombre es hombre.

Las instituciones de una sociedad libre tienen por objeto protegerse de los que gobiernen, como dice Buchanan “no para su país, sino para sí mismos, teniendo en cuenta no ya el interés público, sino su propio placer”. ¿En qué circunstancias -se preguntaba Shakespeare- revelan de repente su fragilidad esas instituciones tan preciadas, aparentemente bien arraigadas e inquebrantables? ¿Por qué una gran cantidad de individuos aceptan ser engañados a sabiendas? ¿Por qué suben al trono personajes como Ricardo III o Macbeth? Semejante desastre no podía producirse si no contaba con una complicidad generalizada. Sus obras ponen de manifiesto los mecanismos psicológicos que llevan a una nación a abandonar sus ideales e incluso sus propios intereses. ¿Por qué iba alguien a dejarse arrastrar hacia un líder que a todas luces no está capacitado para gobernar, hacia alguien peligrosamente impulsivo, o brutalmente manipulador, o indiferente a la verdad? ¿Por qué, en algunas circunstancias, las pruebas de mendacidad, chabacanería o crueldad no sirven como un inconveniente definitivo, sino que se convierten en un atractivo para encandilar a sus seguidores ardientes? ¿Por qué unas personas, que por lo demás sienten orgullo y respeto de sí mismas, se someten a la mera desfachatez de un tirano, a su convicción de que puede decir y hacer lo que le parezca, a su indecencia más escandalosa? Los trágicos costes de ese sometimiento: la corrupción moral, el despilfarro masivo del tesoro, la pérdida de vidas.

POLÍTICA DE PARTIDOS

El vacío de poder que existe en el corazón mismo del Estado da a los rivales espacio para maniobrar y conspirar unos contra otros. Pero esa rivalidad partidista tiene sus consecuencias: no se consigue hacer nada por el bien común y, como enseguida veremos, las facciones van radicalizándose hasta crear enemigos mortales.

La serie de títulos empieza con los tres libros sobre Enrique VI, y la famosa guerra de las dos rosas en el siglo XV inglés. En un jardín anexo a los edificios que albergan la escuela de leyes de Londres, dos poderosos nobles, el duque de York y el duque de Somerset, discuten sobre la interpretación de una cuestión de derecho. Apelan a los asistentes al debate, para que actúen como de jueces de la disputa, pero, haciendo gala de prudencia, ninguno de los presentes se atreve a intervenir. El punto de discusión es irrelevante. Lo que importaba realmente era la falta de predisposición de una y otra parte para llegar a un compromiso, la certeza belicosa que tenía cada una de las partes de que su postura, y solo su postura, era la única posible. “La verdad aparece tan desnuda de mi parte que cualquier ciego puede verla”, afirma York. “Y de mi lado -replica Somerset- aparece tan bien ataviada, tan clara, tan brillante, tan evidente, que iluminaría los ojos de un ciego”. Todo es negro o blanco. No se admite en ningún momento que pueda haber una zona gris; imposible reconocer que una persona razonable pueda discrepar de tales presupuestos. Cada uno piensa que sólo puede deberse a pura maldad no reconocer algo que es tan indiscutiblemente “evidente”. Al verse en un callejón sin salida, ambos bandos carecen incluso de la más mínima inclinación a dar un paso hacia la reconciliación. “Que el que sea un caballero verdaderamente bien nacido y se apoye en el honor de su nacimiento, si supone que he defendido la verdad -proclama York-, recoja conmigo una rosa blanca de estos zarzales”. ”Que el que no sea un cobarde, ni un adulador, pero que tenga el valor de sostener el partido de la verdad, recoja conmigo una rosa roja de espinoso tallo”, replica Somerset. A los presentes ya no les es posible permanecer neutrales, como habían hecho en un primer momento. Tienen que escoger. Con una extraña inmediatez, la discusión de carácter legal da paso a una adhesión ciega a la facción blanca o roja. Cabe imaginar que los partidos políticos, por el hecho de ser grandes conglomerados de personas distintas, pudieran esquivar la hostilidad de sus líderes y fomentar el compromiso. Pero aquí ocurre todo lo contrario; en cuanto surgen las distintas filiaciones partidistas, el nivel de cólera de cada individuo parece dispararse.

Al comienzo de la escena, cuando es invitado a dar su opinión a favor de un argumento legal u otro, el conde de Warwick se abstiene de hacerlo, reconoce no saber nada del asunto. Al final de la escena, tras la formación de los partidos, su moderación ha desaparecido: ha arrancado la rosa blanca y está sediento de sangre. De repente, parece que el ánimo de todo el mundo se desborda con una agresividad potencialmente asesina. Ese odio es una parte importante del proceso que conduce a una ruptura social y, en último término, a la tiranía. Hace que la voz, incluso el propio pensamiento del adversario resulte insoportable. Estás conmigo o contra mí. Y si no estás conmigo, te aborrezco, y quiero destruirte a ti y a todos tus seguidores. Cada partido, como es natural, busca el poder, pero la propia búsqueda del poder se convierte en una expresión de ira: deseo el poder para aplastarte. Comienza a desarrollarse una espiral de violencia que escapa a todo control.

POPULISMO FRAUDULENTO

Al describir la estrategia de los aspirantes a la tiranía, Shakespeare señala cautelosamente la fuerte corriente de desprecio por las masas y la democracia como posibilidad política viable. Puede que el populismo parezca una aceptación de los desposeídos, pero en realidad es una forma cínica de explotación. A decir verdad, un líder carente de escrúpulos no tiene el menor interés en mejorar la suerte de los pobres. De hecho, los desprecia, detesta el olor de su aliento, teme que puedan ser portadores de enfermedades y los considera gente voluble, estúpida y carente por completo de valor, de la que se puede prescindir. Se da cuenta, sin embargo, de que puede sacar provecho de ellos para sacar adelante sus ambiciones.

En algún momento York se apoya en líderes populares como Cade. Cade empieza hablando vagamente de reformarlo todo, pero a lo que en realidad llama es a la destrucción total. Insta al populacho a asaltar y desmantelar las escuelas de derecho de Londres, y eso no es más que el principio. “Tengo una proposición para vuestra señoría -clama uno de sus seguidores-. Se trata solamente de que las leyes de Inglaterra emanen de vuestra boca”. “He pensado en ello -replica Cade-. Así será. Andad, quemad todos los registros del reino. Mi boca será el Parlamento de Inglaterra”.

Patriotas ardientes como Talbot se muestran completamente ingenuos, hasta el punto de creer que la lealtad a la nación puede más que los intereses personales. El gobernante legítimo y moderado (Enrique VI) no puede contar con el agradecimiento ni con el apoyo del pueblo. En la caótica batalla campal en la que se halla sumido el reino, esa flagrante traición a los principios no suscita mayor indignación. Lo que en otro tiempo habría podido dar lugar, acaso, a acusaciones de traición, es aceptado sencillamente como una cosa natural. Y del mismo modo que ya no existen los castigos por alta traición que habría cabido presumir, tampoco existen las recompensas a la virtud que habría cabido esperar.

Con la victoria de la rosa blanca de York, para devolver al país una apariencia de normalidad, de gobierno legítimo, espera conseguir una especie de olvido colectivo de la pesadilla de la que acaba de despertarse todo el mundo. Sumido en ese espíritu de amnesia, califica de “amarga preocupación” la carnicería que su partido ha causado. Y afirma alegremente que todas las amenazas se han esfumado: “Así hemos barrido lejos de nuestro trono todo motivo de temor y nos hemos proporcionado la seguridad como plataforma”. El público, que conoce cómo se desarrolló la historia, sabe que no es así.

CUESTION DE CARÁCTER

Ricardo III, desarrolla los rasgos de la personalidad del aspirante a tirano ya esbozados en la trilogía de Enrique VI. El egoísmo ilimitado, la transgresión de cualquier ley, el placer que provoca infligir dolor y el deseo compulsivo de dominar. Ricardo es patológicamente narcisista y arrogante en grado sumo. Tiene un concepto grotesco de los que son sus derechos y no duda en ningún momento que puede hacer lo que se le antoje. Le encanta dictar órdenes a voces y observar cómo sus subordinados corren a ejecutarlas. Espera de los demás una lealtad absoluta, pero él es incapaz de sentir gratitud. Los sentimientos de los demás no significan nada para él. No tiene ninguna gracia natural, ni el menor sentido de lo que es una humanidad compartida, ni tampoco honestidad.

No solo es indiferente a la ley, la odia y le produce placer el hecho de transgredirla. La odia porque se interpone en su camino y porque representa un concepto de bien público común que él desprecia. Divide el mundo entre ganadores y perdedores. Los ganadores le inspiran respeto en la medida en que puede utilizarlos para sus propios fines; los perdedores solo suscitan desdén en él. El bien común es algo de lo que solo a los perdedores les gusta hablar. A él, de lo que le gusta hablar, es de ganar.

LOS CÓMPLICES

La perversidad de Ricardo resulta evidente a todas luces para casi todo el mundo. No existe ningún profundo secreto en su cinismo, en su crueldad, ni en su actitud traicionera, y tampoco se ve el menor atisbo de redención en él, ni razón alguna que haga pensar que pudiera gobernar el país con eficacia. La cuestión que explora la obra, pues, es cómo semejante persona pudo alcanzar realmente el trono de Inglaterra. Una hazaña tal, sugiere Shakespeare, depende de una conjunción fatal de respuestas distintas, pero igualmente autodestructivas, de los que le rodean. En conjunto, esas respuestas equivalen al fracaso colectivo de todo un país.

Unos cuantos personajes son auténticamente engañados por Ricardo, dan validez a sus pretensiones, dan crédito a sus promesas y toman al pie de la letra sus demostraciones de emoción.

Están también los que se sienten atemorizados o impotentes ante la intimidación o la amenaza de violencia. A todo ello contribuye el hecho de que es un hombre acostumbrado a salirse siempre con la suya, aunque eso suponga violar toda clase de normas morales.

Luego, están los que no pueden entender con claridad que Ricardo sea tan malvado como parece. Saben que es un mentiroso patológico y se dan perfecta cuenta de que ha cometido tal o cual atrocidad, pero tienen una extraña propensión a olvidar las cosas, como si les costara trabajo recordar lo horrible que es. Se sienten atraídos irresistiblemente por normalizar todo lo que no es normal.

Otro grupo está compuesto por los que no olvidan del todo que Ricardo es un auténtico canalla, pero confían en que las cosas seguirán su curso normal. Se convencen de que siempre habrá, como si dijéramos, suficientes adultos en la sala para garantizar que las promesas serán cumplidas, las alianzas respetadas y las instituciones fundamentales salvaguardadas. No se dan cuenta con la suficiente rapidez de que lo que parecía imposible está sucediendo realmente. Se han fiado de una estructura que se revela inesperadamente frágil.

Un grupo más siniestro es el que forman los que se convencen a sí mismos de que pueden sacar provecho de la ascensión al poder de Ricardo. Como casi todos los demás, se percatan perfectamente de lo destructivo que es, pero confían en que, en cualquier caso, estarán siempre un paso por delante de la oleada de maldad que se les viene encima o en que sacarán alguna ventaja de ella. Estos aliados y seguidores de Ricardo lo ayudan a ascender paso a paso, participan en todos sus trabajos sucios y contemplan con una indiferencia glacial cómo va multiplicándose el número de bajas. Algunos de esos cínicos colaboradores, tal como los imagina Shakespeare, serán algunos de los primeros en caer, una vez que Ricardo los haya utilizado para conseguir su objetivo.

Por último, tenemos una variopinta multitud de individuos que ejecutan sus órdenes. Unos a regañadientes, ansiosos simplemente de no meterse en líos; otros, de mil amores, con la esperanza de obtener de paso algún beneficio para sí mismos, y otros, en fin, disfrutando del juego cruel de hacer sufrir o incluso matar a sus víctimas.

En el extremo más alejado de la complicidad están los que, a pesar de lo que han oído contar o incluso de aquello de lo que han sido testigos directos, siguen confiando en las promesas de Ricardo. A esos individuos les resulta casi imposible ofrecer resistencia a una mentira audaz, enorme, reiterada con el mayor descaro.

LA TIRANÍA TRIUNFANTE

Hay cierto toque de comicidad en la ascensión al poder del tirano, por catastrófica que sea. Los individuos a los que ha relegado o pisoteado están en su mayoría comprometidos y son cínicos o corruptos. Pero, una vez que alcanza el objetivo que ha perseguido toda su vida, la sonrisa empieza enseguida a congelarse en nuestros labios. El placer que producía su victoria provenía en buena parte de lo sumamente improbable que era. Ahora, la perspectiva de una victoria sin fin resulta una ilusión grotesca.

Nada se gana; al contrario, todo se pierde cuando nuestro deseo se realiza sin satisfacernos. ¡Vale más ser la víctima que vivir con el crimen en una alegría preñada de inquietudes!

Lo último que desea un tirano, incluso cuando parece que la solicita, es una opinión independiente: Lo que de verdad quiere es lealtad. Y por lealtad entiende, no ya integridad, honor o responsabilidad. Lo que entiende es confirmación inmediata y sin reservas de su propio criterio y disposición a cumplir sus órdenes sin vacilar. Cuando un gobernante autocrático, paranoico y narcisista se pone a deliberar con un servidor público y le pide lealtad, el Estado está en peligro.

El dramaturgo describió una y otra vez el caos que se produce cuando los tiranos, que por lo general carecen por completo de competencia administrativa y de visión de lo que significa un cambio constructivo, se hacen efectivamente con el poder. Incluso sociedades relativamente sanas y estables tienen pocos recursos, pensaba Shakespeare, que le permitan mantener a raya el daño causado por alguien lo bastante despiadado y carente de escrúpulos, y tampoco están equipadas para hacer frente a los gobernantes legítimos que empiezan a dar muestra de un comportamiento inestable e irracional.

Buena lectura para estos tiempos. De los comentarios que he leído de otros lectores, lo curioso es que cada uno ve a un personaje actual representado, siendo Trump el más repetido. Seguro que a ustedes les sugiere algún otro.

Buena semana,

Julio López Díaz, 8 de Enero de 2020

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