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Tribunales Supremos

Julio López 25 Ene 2024

Franklin Delano Roosevelt, el candidato del Partido Demócrata, fue elegido presidente en 1932 en plena Gran Depresión. Llegó al poder con un mandato popular para implantar un conjunto ambicioso de políticas para combatir la crisis. En el momento de su investidura, a principios de 1933, una cuarta parte de la mano de obra estaba desempleada, y muchas personas habían caído en la pobreza. La producción industrial se había reducido a la mitad desde la Gran Depresión en 1929, y la inversión se había hundido. Las políticas que Roosevelt propuso para contrarrestar esta situación recibieron el nombre de New Deal. Roosevelt había obtenido una victoria sólida con el 57 por ciento del voto popular, y el Partido Demócrata tenía mayorías tanto en el Congreso como en el Senado, suficiente para aprobar la legislación del New Deal. Sin embargo, parte de estas leyes provocaron problemas constitucionales y acabaron en el Tribunal Supremo, donde el mandato electoral de Roosevelt tenía mucha menos influencia.

El 27 de mayo de 1935, el Tribunal Supremo decidió por unanimidad que el título 1 de la Ley de Recuperación Industrial era inconstitucional. Su veredicto apuntaba solemnemente: “unas condiciones extraordinarias pueden exigir remedios extraordinarios. Pero […] las condiciones extraordinarias no crean ni amplían el poder constitucional”. Otras medidas tuvieron sus problemas, mientras Roosevelt fue reelegido en 1936 con un apoyo del 61%. Con su popularidad en máximos históricos, Roosevelt no tenía intención de dejar que el Tribunal Supremo hiciera descarrilar ningún punto más de su programa político.

Roosevelt afirmó que tenía un mandato electoral para cambiar aquella situación y que después de considerar qué reforma proponer, el único método que era claramente constitucional… era inyectar sangre nueva a todos los tribunales. También argumentó que los jueces del Tribunal Supremo estaban sobrecargados de trabajo y que dicha carga era excesiva para los jueces de más edad (que resultaban ser los que echaban a bajo su legislación). Entonces, propuso que todos los jueces se tuvieran que retirar obligatoriamente a la edad de setenta años y que a él le dieran permiso para nombrar seis jueces nuevos. Este plan, que Roosevelt presentó como el proyecto de ley de reorganización del poder judicial, habría bastado para eliminar a los jueces que habían sido nombrado anteriormente por administraciones más conservadoras y que se habían opuesto más enérgicamente al New Deal.

Aunque Roosevelt intentó hábilmente ganar apoyo popular para la medida, las encuestas de opinión sugerían que solamente alrededor del 40 por ciento de la población estaba a favor del plan. Louis Brandeis era entonces juez del Tribunal Supremo. A pesar de que Brandeis simpatizaba con buena parte de la legislación de Roosevelt, habló en contra de los intentos del presidente de erosionar el poder del Tribunal Supremo y de sus alegaciones de que los jueces estaban sobrecargados. El Partido Demócrata de Roosevelt había tenido amplias mayorías en ambas cámaras. Sin embargo, la Cámara de Representantes de alguna manera se negó a tratar el proyecto de ley de Roosevelt. Y entonces lo intentó con el Senado. El Comité del Senado argumentó que el proyecto de ley era un abandono innecesario, vano y peligroso del principio constitucional. Con setenta votos a favor y veinte en contra se decidió devolverlo para que se volviera a redactar. Todos los elementos de designación tendenciosa de miembros afines quedaron fuera. Roosevelt sería incapaz de eliminar las restricciones que imponía a su poder el Tribunal Supremo. Aunque el poder de Roosevelt estuviera limitado, hubo acuerdos y el Tribunal consideró constitucionales las leyes de Seguridad Social y de Relaciones Laborales Nacionales.

Más importante que el destino de aquellas dos leyes fue la lección general de aquel episodio. Las instituciones políticas inclusivas no solamente comprueban las grandes desviaciones de las instituciones económicas inclusivas, sino que también se resisten a los intentos de socavar su propia continuidad. El interés inmediato del Congreso demócrata y el Senado era designar tendenciosamente a miembros afines en el Tribunal, y garantizar que toda la legislación del New Deal sobreviviera. Los congresistas y senadores comprendieron que, si el presidente podía someter la independencia del poder judicial, entonces se reduciría el equilibrio de poder en el sistema que los protegía del presidente y garantizaba la continuidad de instituciones políticas pluralistas.

Quizá Roosevelt habría decidido más adelante que obtener mayorías legislativas implicaba demasiado compromiso y tiempo y que, en vez de eso, gobernaría por decreto, reduciendo totalmente el pluralismo y el sistema político estadounidense. Sin duda, el Congreso no lo habría aprobado, pero entonces Roosevelt podría haber apelado a la nación, afirmando que el Congreso impedía aplicar las medidas necesarias para luchar contra la Depresión. Podría haber utilizado la política para cerrar el Congreso, como vemos que sucedió en Venezuela o Perú en la década de los noventa. Los presidentes Fujimori y Chaves apelaron a su mandato popular para cerrar unos congresos poco cooperativos y, posteriormente, volver a redactar sus Constituciones para reforzar ampliamente sus poderes presidenciales.

Una década más tarde podemos ver la diferencia de tratamiento, lo podemos ver en Argentina. Argentina también tenía un Tribunal Supremo similar al norteamericano. En 1946 Juan Domingo Perón fue elegido democráticamente presidente de Argentina. Había sido coronel y adquirió relevancia nacional tras un golpe militar en 1943 que le había nombrado ministro de Trabajo. En ese puesto, construyó una coalición política con los sindicatos y el movimiento de los trabajadores que sería crucial para su candidatura presidencial.

Poco después de la victoria de Perón, sus partidarios en la Cámara de Diputados propusieron la destitución de cuatro de los cinco miembros del Tribunal. Los cargos presentados contra el Tribunal eran varios. Uno era aceptar inconstitucionalmente la legalidad de dos regímenes militares en 1930 y en 1943 (lo que era bastante irónico, ya que Perón había tenido un papel clave en el segundo golpe). Otro se centraba en la legislación que el Tribunal había invalidado, igual que su homólogo norteamericano. Justo antes de la elección de Perón como presidente, el Tribunal había adoptado una decisión que afirmaba que el Comité de Relaciones Laborales Nacional de Perón era inconstitucional. Igual que Roosevelt había criticado mucho al Tribunal Supremo en su campaña de reelección de 1936, Perón hizo lo mismo en su campaña de 1946. Nueve meses después de iniciar el proceso de destitución, la Cámara de Diputados destituyó a tres de los jueces, el cuarto ya había dimitido. El Senado aprobó la moción. Perón nombró entonces a cuatro jueces nuevos. El debilitamiento del Tribunal sin duda tuvo como efecto liberar a Perón de límites políticos. A partir de aquel momento, podía ejercer un poder ilimitado, de una forma muy parecida a los regímenes militares de Argentina antes y después de la presidencia. Sus jueces recién nombrados, por ejemplo, consideraron constitucional la condena de Ricardo Balbín, el líder del principal partido de la oposición, el Partido Radical, por faltar al respeto a Perón. Perón podía gobernar de facto como dictador. Como Perón consiguió formar un tribunal afín a sus ideas, ha pasado a ser costumbre que cada nuevo presidente argentino elija a sus propios jueces del Tribunal Supremo. Menem, ya teóricamente en un periodo democrático, para superar vicisitudes, en lugar de tener que destituir a los miembros del Supremo, elevó una ley por la que los miembros del Tribunal pasaban de cinco a nueve, nombrando él mismo a los cuatro nuevos y garantizándose mayorías.

Nada nuevo bajo el sol. Para los que les guste la Historia de Roma pueden ver como César, para evitar las negativas del Senado a sus leyes, triplicó el número de senadores, siendo todos los nuevos senadores personal de confianza de sus ejércitos.

Son las naciones las que eligen sus caminos y las que penan o disfrutan sus decisiones. España parece decantarse por el modelo argentino, con unos jueces totalmente dependientes de quien los nombra (ya sea el PSOE o el PP) y con ningún tipo de disensión. Son meras marionetas paniaguadas. El primer paso debería ser la prohibición de las Asociaciones de Magistrados o lograr que la designación de los magistrados sea algo tan prosaico como un sorteo entre aquellos que reúnan las condiciones objetivas de antigüedad o prestancia. No puede ser que cualquier resultado de votación se sepa exactamente con bloque marcados incluso con anterioridad a la redacción de la ponencia. Ya lo de que los diputados tengan juicio propio parece una novela de Philip K. Dick.

Buena semana,

Julio López Díaz, 25 de enero de 2024

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